Hace muchos años, como estudiante de pregrado en la Universidad Nacional de Colombia, participé en una pedrea y en una marcha. En la pedrea lo hice motivado por un severo recorte presupuestal a la universidad, decretado por el gobierno de aquel entonces. En la marcha, un par de días después, por la misma razón. Fueron protestas abiertas y estudiantiles, valga decirlo, no de ‘encapuchados’.
La verdad es que no hace falta participar en este tipo de protestas para darse cuenta del despropósito. Por un lado, estudiantes, pelaos, desahogándose a piedra contra una tanqueta –contra antimotines, no menos pelaos que ellos, que tan sólo cumplen órdenes para ganarse el sustento–. Por otro, caminar gritando arengas, vía calle veintiséis y carrera séptima, para desembocar en la Plaza de Bolívar, en donde muere todo –a menos que ‘se siga’, claro está, al calor de una cerveza en el barrio La Candelaria–. Es este un cuadro muy aproximativo de las protestas estudiantiles en Bogotá, pero si se participa en alguna, o en dos –como en mi caso–, más que eso se entenderá como un hecho. Como uno en el que, por más motivos que se tengan, nunca más se volverá a participar. La protesta, emprendida por cualquier ciudadano, y la huelga, por los trabajadores, son derechos constitucionales siempre que se realicen de manera pacífica. Pero de nada sirve que lo sean si el Gobierno (o las instituciones encargadas) hacen caso omiso de ellas. Más de diez días estuvieron los camioneros en huelga antes de recibir una verdadera atención por parte del Gobierno. Antes de optar por una vía de hecho más radical y, en consecuencia, bloquear algunas vías en Bogotá.
Así pasa, por lo general, con los estudiantes de las universidades públicas, a quienes no se les presta mayor atención hasta que deciden apelar a la fuerza.
Una vez que se llega a estas instancias no deja de escucharse el estribillo, de parte de las autoridades e instituciones encargadas y, más aún, de la sociedad en general: “Están en todo su derecho a protestar, pero es ilegítimo que utilicen la fuerza y, por tanto, es completamente legítimo utilizar la fuerza en contra de ellos”.
La creencia sobre la que se sostiene el estribillo es clara, vergonzosamente clara: los derechos a la protesta y a la huelga tan solo se quedan en el papel. Y el resultado, como siempre, quedará sujeto al pulso que sostengan ambas partes, de acuerdo con el poder de bloqueo o afectación con el que cuenten quienes protestan.
De ahí que los bloqueos no sean culpa de los sectores que protestan, sino de la negligencia e ineptitud por parte de las instituciones y del Gobierno, en particular, a la hora de propiciar salidas negociadas frente a los requerimientos de los afectados. Satanizar los bloqueos y las vías de hecho, exigir que sea la fuerza pública quien deba encargarse de solucionar las protestas, es una visión miope y facilista encaminada a acrecentar el resentimiento social.
No obstante, esta visión se encuentra tan arraigada en la sociedad colombiana, que señalamos como culpables de todos nuestros males a todo aquel que opte por las vías de hecho en procura de hacer respetar sus derechos. Olvidando, así, que algunas políticas gubernamentales pueden ejercer más violencia que cualquier tipo de bloqueo o protesta radical.
La estrategia neoliberal, entonces, ha sido bastante buena. Ha consistido en diseñar políticas que afectan a determinados grupos de la sociedad, y en sentarse a esperar la reacción violenta por parte de los afectados, para resguardarse, así, en que no es esta una vía legítima de protesta. Muchos de los sectores afectados, por desgracia, han caído siempre en este juego, han hecho de su protesta una protesta neoliberal.
Dado que es un hecho que esta actitud policiva a la hora de enfrentar las protestas está tan generalizada en la población colombiana, sería de esperar, entonces, que los sectores afectados cuenten con organizaciones políticas más sólidas que les ayuden a hacer respetar sus derechos. Pero es justo ahí en donde el problema más se agrava. Porque tal parece que los movimientos estudiantiles y las organizaciones sindicales tan solo saben organizar mítines, y olvidaron que los buenos resultados de la protesta dependen, en gran medida, del apoyo popular.
Haciendo caso omiso de este valioso precepto, la guerrilla persiste en su lucha armada. Y, para colmo de males, aquí los partidos políticos llamados a velar por una mayor equidad social se encuentran más deslegitimados que nunca. Pienso que la pésima administración que en Bogotá ha realizado el Polo Democrático Alternativo y las peleas en su interior, la decepción que ha constituido el Partido Verde –quien hoy luce más neoliberal que los mismos neoliberales–, son los más lamentables ejemplos de esta deslegitimación.
Es triste aceptarlo, pero hoy el neoliberalismo se encuentra en su mejor momento, gracias a que ha sabido capitalizar la torpeza misma de sus detractores. Sospecho, sin embargo, que el día en que las paredes de la Universidad Nacional (que es el pulso social más importante de este país) se encuentren completamente blancas, ese día estaremos completamente perdidos.
Como también sospecho que ese día puede llegar, siempre que no aprendamos a ejercer con inteligencia nuestro derecho constitucional a la protesta, es decir, a hacerlo de una manera pacífica.
No hay comentarios:
Publicar un comentario